El desierto de los tártaros

Una de mis aficciones principales es la lectura. No soy un experto literato ni tampoco lo que se dice un gourmet literario. Me gusta leer casi de todo, desde los clásicos hasta las últimas novedades de ciencia ficción. Soy un lector compulsivo que cuando comienza un libro lo continúa hasta el final, aunque algún tostón infumable haya sido la excepción confirmante de la regla.
Ahora mismo estoy leyendo El desierto de los Tártaros, un libro del italiano Dino Buzzati que si hemos de hacer caso a la Wikipedia vivió entre 1906 y 1972. El libro que estoy leyendo lo escribió en 1940 y es considerado su obra maestra. Narra historia del teniente Giovanni Drogo, que recién ascendido es destinado a La Fortaleza, un bastión fronterizo que se ocupa de la defensa contra un hipotético ataque desde un inhóspito desierto en el que al parecer merodean los tártaros.
La edición que estoy leyendo es de la editorial Gadir e incluye un prólogo de Jorge Luis Borges. En dicho prólogo, Borges afirma que la obra de Buzzati recoge la influencias de Poe y de Kafka. En la Wikepedia relacionan, y creo que acertadamente, El desierto de los Tártaros con La montaña mágica de Thomas Mann, probablemente mi novela favorita y que forzosamente tendré que incluir en otra entrada del blog.
En 1976 Valerio Furlini la convirtió en película y tuvo bastante aceptación entre la crítica. Yo no la he visto, e imagino que no debe ser fácil encontrarla, así que no puedo deciros mucho de ella. Si alguien es capaz de conseguirla que me lo diga, pagaré bien.
A continuación os pongo un fragmento por si os anima a leerlo:

[…] Entretanto, el tiempo corría, su silencioso latido escande, cada vez más presuroso, la vida, no podemos detenernos ni siquiera un instante, ni siquiera para echar la mirada atrás. «¡Detente, deténte!», nos gustaría gritar, pero comprendemos que es inútil. Todo huye —los hombres, las estaciones, las nubes— y de nada sirve aferrarse a las piedras, resistir sobre algún escollo, los dedos, cansados, se abren, los brazos se aflojan inertes; nos vemos arrastrados de nuevo por el río, que parece lento, pero nunca se detiene.
Día tras día, Drogo sentía aumentar aquella misteriosa perdición y en vano intentaba contenerla. En la uniforme vida de la Fortaleza le faltaban puntos de referencia y las horas se le escapaban por entre los dedos antes de que lograra contarlas.
Pero había también la esperanza secreta por la que Drogo desperdiciaba la mejor parte de su vida. Para alimentarla, sacrificaba irreflexivamente meses tras meses y nunca bastaba. El invierno, el larguísimo inverno de la Fortaleza, fue tan sólo como un anticipo. Acabado el invierno, Drogo seguía esperando. […]

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