El jugador

20 marzo, 2008
Acabo de terminar de leer El jugador del genial Fiodor Dostoyevski uno de los escritores a los que recurro cuando me apetece leer algo fuera de lo común. La primera obra suya que paso por mis manos fue Los hermanos Karamazov, una de sus últimas publicaciones, un pedazo de novela que terminó en noviembre de 1881, unos 4 meses antes de morir a la edad de 60 años. Después leí Crimen y castigo y hace unos meses terminé El idiota. Aunque suele decirse que Los hermanos Karamazov es su obra maestra, mi favorita es Crimen y Castigo. Si os gusta la literatura de verdad y estáis hartos de Bestsellers probad con cualquiera de ellas. Os aseguro que no os defraudará.
Al principio cuesta un poco leerlas, sobre todo porque tratan de unas costumbres, las rusas, que pueden parecernos algo chocantes. Y luego está el tema de acordarse de los nombrecitos rusos y sus diminutivos, por ejemplo, Rodión Románovich Raskólnikov aparece en Crimen y castigo indistintamente con los apelativos Rodya, Rodénka y Rodka, un verdadero lío, al menos para mí. Pero esto son males menores y por el placer de leer a Dostoyevski merece la pena hacer un pequeño esfuerzo.
El jugador, la última novela que he leído, narra la historia de un joven preceptor que trabaja para un antiguo general ruso y al que la ruleta le convierte en lo que hoy llamaríamos un ludópata irremediable. Dostoyevski estaba escribiendo Crimen y castigo y tuvo que dejarla a un lado para, a toda prisa, improvisar otra novela que debía entregar para cumplir el contrato que tenía con su editor. Al haber sido escrita bajo esas condiciones de apremio, El jugador no logra ser una obra meditada y profunda como las otras que he leído, es una obra ligera y divertida, pero se queda ahí, a sus personajes les falta el toque psicológico que hace memorables a los personajes de las otras obras. De todas formas, si os gusta Dostoyevski, os recomiendo que la leáis, así conoceréis al otro Dostoyevski, menos grave y más cómico e informal, pero como siempre un verdadero genio. A continuación dejo un fragmento con la descripción de mademoiselle Blanche, una maravilla:

[…] Mademoiselle Blanche es guapa. Pero no sé si me comprenderéis al deciros que tiene una de esas caras que pueden inspirar miedo. Por lo menos, a mí siempre me han dado susto esas mujeres. Tendrá seguramente sus veinticinco. Es alta y ancha de espaldas, de hombros redondos, garganta y pechos pingües; el color de la tez, moreno amarillento; el pelo, negro, como la tinta china, y enormemente copioso, como para dar trabajo a dos peinadoras. Los ojos, negros, con la niña amarilla; el mirar, descarado; los dientes, blanquísimos; los labios, siempre dados de carmín; exhala olor a almizcle. Viste de una manera efectista, con lujo, con chic, pero con mucho gusto. Pies y manos, maravillosos. Su voz… recia, de contralto. A veces se ríe a carcajadas, y al hacerlo así, muestra sus dientes; pero, por lo general, mira en silencio y con descaro…, por lo menos, a Pólina y a María Filíppovna. (Extraño rumor: María Filíppovna se vuelve a Rusia.) A mí me parece que mademoiselle Blanche no tiene cultura alguna, y es posible que tampoco sea inteligente; pero es suspicaz y astuta. Se me figura que en su vida no han faltado aventuras. […]


Las ratas

18 marzo, 2008
No, no os asustéis, no tengo una plaga de ratas en casa, ¡faltaba más!. Las ratas es el libro que acabo de terminar, obra de Miguel Delibes. Confieso que es el primer libro que he leído de este autor, y me ha gustado lo suficiente como para atreverme con alguno más. En cuanto pueda leeré Cinco horas con Mario, la que dicen que es su obra maestra.
Don Miguel nació en Valladolid en 1920, así que tiene exactamente 50 años más que yo. Escribió Las ratas en 1962. La novela está ambientada en una población rural de la Castilla profunda, y su protagonista, el Nini es un chiquillo con un don especial, al que todos consultan para saber si va o no a llover, como librarse de los topos o a qué se debe que no críen los conejos. Vive junto con el tío Ratero, cazador de ratas, que fritas constituyen un apreciado manjar en los pueblos de la zona. Poco a poco vamos conociendo a otros lugareños y descubriendo sus dramas y sus preocupaciones. Para abrir boca y que os animéis a leerlo os dejo un pequeño fragmento de muestra:

[…] El Nini, el chiquillo, tuvo una intervención directa en el asunto de los camachuelos. Los pájaros se los envió a la señora Clo, todavía pollos, su cuñada, la de Mieres, casada con un empleado de Telégrafos. Ella los encerró en una hermosa jaula dorada, con los comederos pintados de azul, y les alimentaba con cañamones y mijo, y por la noche introducía en la jaula un ladrillo caliente forrado de algodones para que los animalitos no echasen en falta el calor materno. Ya adultos, la señora Clo sujetaba entre los barrotes de la jaula una hoja de lechuga y una piedrecita de toba, aquélla para aligerarles el vientre y ésta para que se afilasen el pico. La señora Clo, en su soledad, charlaba amistosamente con los pájaros y, si se terciaba, los reprendía amorosamente. Los camachuelos llegaron a considerarla una verdadera madre y cada vez que se aproximaba a la jaula el macho ahuecaba el plumón asalmonado de la pechuga como si se dispusiera a abrazarla. Y ella decía melifluamente: «¿A ver quién es el primero que me da un besito?», Y los pájaros se alborotaban, peleándose por ser los primeros en rozar su corto pico con los gruesos labios de la dueña. […]


El desierto de los tártaros

10 marzo, 2008
Una de mis aficciones principales es la lectura. No soy un experto literato ni tampoco lo que se dice un gourmet literario. Me gusta leer casi de todo, desde los clásicos hasta las últimas novedades de ciencia ficción. Soy un lector compulsivo que cuando comienza un libro lo continúa hasta el final, aunque algún tostón infumable haya sido la excepción confirmante de la regla.
Ahora mismo estoy leyendo El desierto de los Tártaros, un libro del italiano Dino Buzzati que si hemos de hacer caso a la Wikipedia vivió entre 1906 y 1972. El libro que estoy leyendo lo escribió en 1940 y es considerado su obra maestra. Narra historia del teniente Giovanni Drogo, que recién ascendido es destinado a La Fortaleza, un bastión fronterizo que se ocupa de la defensa contra un hipotético ataque desde un inhóspito desierto en el que al parecer merodean los tártaros.
La edición que estoy leyendo es de la editorial Gadir e incluye un prólogo de Jorge Luis Borges. En dicho prólogo, Borges afirma que la obra de Buzzati recoge la influencias de Poe y de Kafka. En la Wikepedia relacionan, y creo que acertadamente, El desierto de los Tártaros con La montaña mágica de Thomas Mann, probablemente mi novela favorita y que forzosamente tendré que incluir en otra entrada del blog.
En 1976 Valerio Furlini la convirtió en película y tuvo bastante aceptación entre la crítica. Yo no la he visto, e imagino que no debe ser fácil encontrarla, así que no puedo deciros mucho de ella. Si alguien es capaz de conseguirla que me lo diga, pagaré bien.
A continuación os pongo un fragmento por si os anima a leerlo:

[…] Entretanto, el tiempo corría, su silencioso latido escande, cada vez más presuroso, la vida, no podemos detenernos ni siquiera un instante, ni siquiera para echar la mirada atrás. «¡Detente, deténte!», nos gustaría gritar, pero comprendemos que es inútil. Todo huye —los hombres, las estaciones, las nubes— y de nada sirve aferrarse a las piedras, resistir sobre algún escollo, los dedos, cansados, se abren, los brazos se aflojan inertes; nos vemos arrastrados de nuevo por el río, que parece lento, pero nunca se detiene.
Día tras día, Drogo sentía aumentar aquella misteriosa perdición y en vano intentaba contenerla. En la uniforme vida de la Fortaleza le faltaban puntos de referencia y las horas se le escapaban por entre los dedos antes de que lograra contarlas.
Pero había también la esperanza secreta por la que Drogo desperdiciaba la mejor parte de su vida. Para alimentarla, sacrificaba irreflexivamente meses tras meses y nunca bastaba. El invierno, el larguísimo inverno de la Fortaleza, fue tan sólo como un anticipo. Acabado el invierno, Drogo seguía esperando. […]